DE LAS 9 A LAS
10 DE LA MAÑANA
DECIMOSÉPTIMA HORA
Jesús es coronado de espinas.
“Ecce Homo”
Jesús es condenado a muerte.
Jesús mío, amor infinito, más te miro y más comprendo
cuánto sufres... Ya estás todo lacerado y no hay parte
sana en ti. Los verdugos, haciéndose aun más feroces al
ver que Tú, en medio de tantas penas, los miras con tanto
amor, y que tus miradas amorosas forman un dulce
encanto, como si fueran tantas voces que ruegan y que
suplican más penas y nuevas penas, aunque ellos son
inhumanos, pero también forzados por tu amor, te ponen
de pie, y Tú, no pudiéndote sostener, de nuevo caes en tu
sangre... Y ellos, irritados, con puntapiés y a empujones
te hacen llegar al lugar en que te coronarán de espinas.
Amor mío, si Tú no me sostienes con tu mirada de
amor, yo no puedo continuar viéndote sufrir... Siento ya un escalofrío hasta en mis huesos, el corazón me late
fuertemente, me siento morir... ¡ Jesús, Jesús, ayúdame!
Y mi amable Jesús me dice: “Ánimo, hija mía, no pierdas
nada de lo que sufro. Sé atenta a mis enseñanzas. Yo
quiero rehacer al hombre en todo... El pecado le ha quitado
la corona y lo ha coronado de oprobio y de confusión,
de modo que no puede comparecer ante mi majestad. El
pecado lo ha deshonrado, haciéndole perder todo derecho
a los honores y a la gloria; por eso quiero ser coronado de
espinas, para poner la corona sobre la frente del hombre
y para devolverle todos los derechos a todo honor y gloria...
Y mis espinas serán ante mi Padre reparaciones y
voces de disculpa por tantos pecados de pensamiento, en
especial de soberbia, y voces de luz para cada mente creada,
suplicando que no me ofenda; por eso, tú únete conmigo
y ora y repara conmigo.”
Coronado Jesús mío, tus crueles enemigos te hacen
sentar, te ponen encima un trapo viejo de púrpura, toman
la corona de espinas y con furor infernal te la ponen sobre
tu adorable cabeza; a golpes y con palos te hacen penetrar
las espinas en la cabeza, en la frente, y algunas de ellas se
te clavan hasta en los ojos, en las orejas, en el cráneo y
hasta en la nuca... ¡Amor mío, qué penas tan desgarradoras!
¡Qué penas inenarrables! ¡Cuántas muertes crueles
sufres! La sangre te corre sobre la cara, de manera que no
se ve más que sangre, pero bajo esas espinas y esa sangre
se descubre tu rostro santísimo radiante de dulzura, de paz
y de amor. Y los verdugos, queriendo completar el tormento,
te vendan los ojos,, te ponen como cetro una caña en la mano y empiezan sus burlas... Te saludan como al
Rey de los Judíos, te golpean la corona, te dan bofetadas,
y entre gritos te dicen: “¡Adivina quién te ha golpeado...!”
Y Tú callas y respondes con reparar las ambiciones de
quienes aspiran a gobernar, de quienes aspiran a las dignidades,
a los honores, y por aquellos que, encontrándose en
tales puestos y no comportándose bien, forman la ruina de
los pueblos y de las almas confiadas a ellos, y cuyos malos
ejemplos son causa de empujar al mal y de que se pierdan
almas... Con esa caña que tienes en las manos reparas por
tantas obras buenas pero vacías de espíritu interior, e
incluso hechas con malas intenciones. En los insultos y
con esa venda reparas por aquellos que ridiculizan las
cosas más santas, desacreditándolas y profanándolas, y
reparas por aquellos que se vendan la vista de la inteligencia
para no ver la luz de la verdad. Con esta venda impetras
para nosotros el que nos quitemos las vendas de las
pasiones, del apego a las riquezas y a los placeres...
Jesús, Rey mío, tus enemigos continúan sus insultos;
la sangre que chorrea de tu santísima cabeza es tanta que
llegando hasta, tu boca te impide hacerme oír claramente
tu dulcísima voz, y por tanto me veo impedida a hacer lo
que haces Tú... Por eso vengo a tus brazos, quiero sostener
tu cabeza traspasada y dolorida, quiero poner mi
cabeza bajo esas mismas espinas para sentir sus punzadas...Pero
mientras digo esto, mi Jesús me llama con su
mirada de amor y yo corro, me abrazo a su Corazón y
trato de sostener su cabeza. ¡Oh, qué alegría es estar con
Jesús, aún en medio de mil tormentos! Y entonces El me
dice:
“Hija mía, estas espinas dicen que quiero ser constituido
Rey de cada corazón. A Mí me corresponde todo
dominio. Tú toma estas espinas y punza tu corazón y haz
que salga de él todo lo que a Mí no pertenece... y deja una
espina clavada en tu corazón en señal de que soy tu Rey
y para impedir que ninguna otra cosa entre en ti. Después
corre por todos los corazones y, punzándolos, haz que salgan
de ellos todos los humos de soberbia y la podredumbre
que contienen... y constitúyeme Rey en todos.”
Amor mío, el corazón se me oprime al dejarte... Por
eso te ruego que cierres mis oídos con tus espinas para
que sólo pueda oír tu voz, que me cubras con tus espinas
mis ojos para poder mirarte sólo a ti, que me llenes con
tus espinas la boca para que mi lengua permanezca muda
a todo lo que pudiera ofenderte y está libre para alabarte
y bendecirte en todo... Oh Rey mío Jesús, rodéame de espinas,
y estas espinas me custodien, me defiendan y me
tengan inabismada por entero en ti...
Y ahora quiero limpiarte la sangre y besarte, pues veo
que tus enemigos te llevan de nuevo ante Pilatos, y él te
condenará a muerte. Amor mío, ayúdame a continuar tu
doloroso camino y bendíceme...
Coronado Jesús mío, mi pobre corazón, herido por tu
amor y traspasado por tus penas, no puede vivir sin ti, y
por eso te busco... Y te encuentro nuevamente ante
Pilatos. ¡Pero qué tremendo espectáculo! ¡Los Cielos se
horrorizan y hasta el infierno tiembla de espanto y de
rabia! Vida de mi corazón, mi vista no puede aguantar
mirarte sin sentirme morir; pero la fuerza de tu amor me obliga a mirarte para hacerme comprender bien tus
penas... y yo te contemplo entre lágrimas y suspiros...
¡Jesús mío, estás casi desnudo, y en vez de con ropas te
veo vestido con sangre, las carnes abiertas y destrozadas,
los huesos al descubierto, tu santísimo rostro, irreconocible...
Las espinas clavadas en tu adorable cabeza te llegan
a los ojos al rostro... y yo no veo más que sangre que corriendo
hasta el suelo forma un charco bajo tus pies. ¡Jesús
mío, ya no te reconozco! ¡Cómo has quedado! ¡Tu estado
ha llegado a los excesos más profundos de las humillaciones
y de los dolores! ¡Ah, no puedo soportar tu visión tan
dolorosa! Me siento morir y quisiera arrebatarte de la presencia
de Pilatos para encerrarte en mi corazón y darte
descanso; quisiera sanar tus llagas con mi amor, y con tu
sangre quisiera inundar todo el mundo para encerrar en
ella a todas las almas y llevarlas a ti como conquista de
tus penas... Y Tú, oh paciente Jesús mío, a duras penas
parece que me miras por entre las espinas y me dices:
“Hija mía, ven entre mis atados brazos, apoya tu cabeza
sobre mi Corazón, y sentirás dolores más intensos y acerbos,
porque todo lo que ves por fuera de mi Humanidad no
es sino lo que rebosa de mis penas interiores... Pon atención
a los latidos de mi Corazón y sentirás que reparo las injusticias
de los que mandan, la opresión de los pobres, los inocentes
pospuestos a los culpables, la soberbia de quienes,
con tal de conservar dignidades, cargos o riquezas, no
dudan en transgredir toda ley y en hacer mal al prójimo,
cerrando los ojos a la luz de la verdad... Con estas espinas
quiero hacer pedazos el espíritu de soberbia de “sus señorí-
as”, y con las heridas que forman en mi cabeza quiero abrir–
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me camino en sus mentes para reordenar todas las cosas
según la luz de la verdad... Con estar así humillado ante este
injusto juez, quiero hacer comprender a todos que solamente
la virtud es la que constituye al hombre como rey de sí
mismo, y enseño a los que mandan que solamente la virtud,
unida al recto saber, es la única que es digna y capaz de gobernar
y regir a los demás, mientras que todas las demás
dignidades, sin la virtud, son cosas peligrosas y que más
bien hay que lamentar... Hija mía, haz eco a mis reparaciones
y sigue poniendo atención a mis penas.”
Amor mío, veo que Pilatos, viéndote tan malamente
reducido, se siente estremecer, y todo conmovido exclama:
“¿Pero es posible tanta crueldad en los corazones humanos?
¡Ah, no era esta mi voluntad al condenarlo a los azotes!” Y
queriendo liberarte de las manos de tus enemigos, para
poder encontrar razones más convenientes, todo hastiado y
apartando la mirada, porque no puede sostener tu visión
excesivamente dolorosa, vuelve a interrogarte: “Pero dime,
¿qué has hecho? Tu gente te ha entregado en mis manos
...Dime, ¿Tú eres Rey? ¿Cuál es tu reino?”. A estas preguntas
de Pilatos, Tú oh Jesús mío, no respondes, y abstraído
piensas en salvar mi pobre alma, a costa de tantas penas...
Y Pilatos, no viéndose respondido, añade: “¿No sabes
que en mi poder está el liberarte o el condenarte?”.
Pero Tú, oh amor mío, queriendo hacer resplandecer
en la mente de Pilatos la luz de la verdad, le respondes:
“No tendrías ningún poder sobre Mí si no te viniera de lo
Alto; pero aquellos que me han entregado en tus manos
han cometido un pecado más grande aún que el tuyo.”
Entonces Pilatos, como movido por la dulzura de tu
voz, indeciso como está y con el corazón en turbulencia,
creyendo que los corazones de los judíos fuesen más piadosos,
se decide a mostrarte desde la terraza, esperando
que se muevan a compasión al verte tan destrozado, y
poderte así liberar.
Dolorido Jesús mío, mi corazón desfallece viéndote
seguir a Pilatos... Fatigosamente caminas, encorvado y
bajo esa horrible corona de espinas; la sangre marca tus
pasos, y saliendo fuera oyes el gentío tumultuoso que
aguarda con ansiedad tu condena. Y Pilatos, imponiendo
silencio para captar la atención de todos y hacerse escuchar
por todos, con visible repugnancia toma los dos extremos
de la púrpura que te cubre el pecho y los hombros, los levanta
para hacer que todos vean a qué estado has quedado
reducido, y dice en voz alta: “¡Ecce Homo! ¿He aquí al
Hombre! ¡Miradlo, no tiene ya aspecto de hombre!
¡Observad sus llagas; ya no se le reconoce! Si ha hecho
mal, ya ha sufrido bastante, demasiado. Y yo estoy arrepentido
de haberle hecho tanto sufrir; dejémoslo libre...”
Jesús, amor mío, déjame que te sostenga, pues veo que
vacilas bajo el peso de tantas penas ... Ah, en este
momento solemne se va a decidir tu suerte. A las palabras
de Pilatos se hace un profundo silencio en el Cielo, en la
tierra y en el infierno... Y en seguida, como una sola voz,
oigo el grito de todos: “¡Crucificalo, crucificalo! ¡A toda
costa lo queremos muerto!”.
Vida mía Jesús, veo que te estremeces... El grito de
“Muerte” desciende a tu Corazón, y en esas voces oyes la voz de tu amado Padre que te dice: “¡Hijo mío, te quiero
muerto, y muerto crucificado!”
Y ah, oyes también a tu querida Mamá que, aunque
traspasada, desolada, hace eco a tu amado Padre:
“¡Hijo... te quiero muerto!”
Los Angeles y los Santos, así como el infierno, gritan
todos con voz unánime: “¡Crucifícalo, crucificalo!” De
manera que no hay nadie que te quiera vivo. Y, ay, ay, con
mi mayor confusión, dolor y asombro, también yo me veo
forzada por una fuerza suprema a gritar:. “¡Crucificalo!”.
¡Jesús mío, perdóname si también yo, miserable alma
pecadora, te quiero muerto! Sin embargo, ah Jesús, te
ruego que me hagas morir contigo...
Y mientras Tú, oh destrozado Jesús mío, pareces decirme,
movido por mi dolor: “Hija mía, estréchate a mi
Corazón y toma parte en mis penas y en mis reparaciones...
El momento es solemne: Se debe decidir entre mi muerte o
la muerte de todas las criaturas. En este momento dos
corrientes chocan en mi Corazón. En una están todas las
almas que, si me quieren muerto, es porque quieren hallar
en Mí la Vida, y así, al aceptar Yo la muerte por ellas, son
absueltas de la condenación eterna y las puertas del Cielo
se abren para admitirlas. En la otra corriente están aquellas
que me quieren muerto por odio y como confirmación de
su condenación... y mi Corazón está lacerado y siente la
muerte de cada una de éstas y sus mismas penas del infierno...
Mi Corazón no soporta estos acerbos dolores; siento
la muerte en cada latido, en cada respiro, y voy repitiendo:
“¿Por qué tanta sangre será derramada en vano? ¿Por qué
mis penas serán inútiles para tantos? ¡Ah hija, sosténme,
que ya no puedo más... Toma parte en mis penas y tu vida
sea un continuo ofrecimiento para salvar las almas y para
mitigarme penas tan desgarradoras.
“Corazón mío, Jesús, tus penas son las mías, y hago
eco a tu reparación...
Pero veo que Pilatos queda atónito, y se apresura a
decir: “¿Cómo? ¿Debo crucificar a vuestro Rey? ¡Yo no
encuentro culpa para condenarlo!”
Y los judíos, llenando el aire, gritan: “¡No tenemos
otro rey que el César, y si tú no lo condenas, no eres
amigo del César! ¡Quita, quita, crucificalo, crucifícalo!”.
Pilatos, no sabiendo ya que más hacer, por temor a ser
destituido, hace traer un recipiente con agua y lavándose
las manos dice: “Soy inocente de la Sangre de este Justo”.
Y te condena a muerte.
Y los judíos gritan: “¡Su sangre caiga sobre nosotros y
sobre nuestros hijos! Y viéndote condenado, estallan en
una fiesta, aplauden, silban, gritan... Y mientras, Tú, oh
Jesús, reparas por aquellos que, hallándose en el poder,
por temor vano y por no perder su puesto, pisotean hasta
las leyes más sagradas, no importándoles la ruina de pueblos
enteros, favoreciendo a los impíos y condenando a
los inocentes. Y reparas también por aquellos que después
de la culpa, instigan a la Cólera Divina a castigarlos.
Pero mientras reparas por todo esto, el Corazón te sangra
por el dolor de ver al pueblo escogido por ti, fulminado
por la maldición del Cielo... que ellos mismos con
plena voluntad han querido, sellándola con tu Sangre, que
han imprecado... Ah, el Corazón se te parte, déjame que
lo sostenga entre mis manos, haciendo mías tus reparaciones
y tus penas... Pero el amor te empuja aun más
alto... y ya con impaciencia buscas la Cruz...
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