jueves, 22 de marzo de 2018

Tercera hora de agonía en la Cruz. Quinta, sexta y séptima Palabra. Muerte de Jesús


VIGÉSIMA SEGUNDA HORA

De las 2 a las 3 de la tarde

Tercera hora de agonía en la Cruz. Quinta, sexta y séptima palabra sobre la cruz. Muerte de Jesús


Mi crucificado moribundo, abrazada a tu cruz siento el fuego que quema toda tu santísima persona; el corazón te late tan fuerte, que levantándote las costillas te atormenta en modo tan desgarrador y horrible, que toda tu santísima Humanidad sufre una transformación que te hace irreconocible. El amor que incendia tu corazón te seca y te quema, y Tú no pudiendo contenerlo, sientes fuertemente el tormento, no sólo de la sed corporal por el derramamiento de toda tu sangre, sino mucho más por la sed ardiente de la salud de nuestras almas. Tú, como agua quisieras bebernos para ponernos a todos a salvo dentro de Ti, por eso, reuniendo tus debilitadas fuerzas gritas:

“¡Tengo sed!”
¡Ah! esta palabra la repites a cada corazón: “Tengo sed de tu voluntad, de tus afectos, de tus deseos, de tu amor; agua más fresca y dulce no puedes darme, que tu alma. ¡Ah! no me dejes quemar, tengo sed ardiente, por lo cual no sólo me siento quemar la lengua y la garganta, tanto que no puedo más articular palabra, sino que me siento también secar el corazón y las entrañas. ¡Piedad de mi sed, piedad!” Y como delirante por la gran sed te abandonas a la Voluntad del Padre.
Ah, mi corazón no puede vivir más al ver la impiedad de tus enemigos, que en lugar de agua te dan hiel y vinagre, y Tú no los rechazas. Ah, comprendo, es la hiel de tantas culpas, es el vinagre de nuestras pasiones no domadas que quieren darte, y que en lugar de confortarte te queman de más. Oh mi Jesús, he aquí mi corazón, mis pensamientos, mis afectos, he aquí todo mi ser a fin de que Tú calmes tu sed y des un alivio a tu boca seca y amargada. Todo lo que tengo, todo lo que soy, todo es para Ti, oh mi Jesús. Si fueran necesarias mis penas para poder salvar aun una sola alma, aquí me tienes, estoy dispuesta a sufrirlo todo. A Ti yo me ofrezco enteramente, haz de mí lo que mejor te plazca.
Quiero reparar el dolor que Tú sufres por todas las almas que se pierden y la pena que te dan aquellas, a las cuales, mientras Tú permites que tengan tristezas, abandonos, ellas en vez de ofrecértelos a Ti como alivio de la sed ardiente que te devora, se abandonan a sí mismas y así te hacen penar más.


Sexta Palabra

Moribundo bien mío, el mar interminable de tus penas, el fuego que te consume, y más que todo el Querer Supremo del Padre que quiere que Tú mueras, no nos permiten esperar que puedas continuar viviendo. Y yo, ¿cómo podré vivir sin Ti? Ya te faltan las fuerzas, tus ojos se velan, tu rostro se transforma y se cubre de una palidez mortal, la boca está entreabierta, el respiro afanoso e intermitente, tanto, que ya no hay esperanza de que te puedas reanimar. Al fuego que te quema lo sustituye un hielo y un sudor frío que te baña la frente, los músculos, y los nervios se contraen siempre más por la acerbidad de los dolores y por las perforaciones de los clavos; las llagas se abren más y yo tiemblo, me siento morir. Te miro, oh mi bien, y veo descender de tus ojos las últimas lágrimas, mensajeras de la cercana muerte, mientras que fatigosamente haces oír aún otra palabra:

“¡Todo está consumado!”



Oh mi Jesús, ya lo has agotado todo, ya no te queda nada más, el amor ha llegado a su término. Y yo, ¿me he consumido toda por tu amor? ¿Qué agradecimiento no deberé yo darte, cuál no tendrá que ser mi gratitud hacia Ti? Oh mi Jesús, quiero reparar por todos, reparar por las faltas de correspondencia a tu amor, y consolarte por las afrentas que recibes de las criaturas mientras te estás consumiendo de amor sobre la cruz.


Séptima Palabra

Mi crucificado agonizante, Jesús, ya estás a punto de dar el último respiro de tu vida mortal, tu santísima Humanidad está ya rígida, el corazón parece que no te late más. Con la Magdalena me abrazo a tus pies y quisiera, si fuera posible, dar mi vida para reanimar la tuya.
Entre tanto, oh Jesús, veo que reabres tus ojos moribundos y miras en torno a la cruz, como si quisieras dar el último adiós a todos, miras a tu agonizante Mamá que no tiene más movimiento ni voz, tantas son las penas que sufre, y con tu mirada le dices: “Adiós Mamá, Yo me voy, pero te tendré en mi corazón. Tú ten cuidado de los hijos míos y tuyos.” Miras a la llorosa Magdalena, al fiel Juan; y a tus mismos enemigos y con tu mirada les dices: “Yo os perdono y os doy el beso de paz.” Nada escapa a tu mirada, de todos te despides y a todos perdonas. Después reuniendo todas tus fuerzas y con voz fuerte y sonora gritas:

“¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”

E inclinando la cabeza expiras. Mi Jesús, a este grito toda la naturaleza se trastorna y llora tu muerte, la muerte de su Creador. La tierra tiembla fuertemente y con su temblor parece que llore y quiera sacudir las almas de todos para que te reconozcan como el verdadero Dios. El velo del templo se rasga, los muertos resucitan, el sol que hasta ahora ha llorado tus penas, retira horrorizado su luz. Tus enemigos a este grito se arrodillan, se golpean el pecho y dicen: “Verdaderamente este es el Hijo de Dios.” Y tu Madre, petrificada y moribunda, sufre penas más duras que la muerte.
Muerto Jesús mío, con este grito Tú nos pones también a todos nosotros en las manos del Padre, para que no se nos rechace; por eso gritas fuerte no sólo con la voz, sino con todas tus penas y con las voces de tus sangre:
“¡Padre, en tus manos pongo mi espíritu y a todas las almas!”
Mi Jesús, también yo me abandono en Ti, y dame la gracia de morir toda en tu amor, en tu Querer, rogándote que no permitas jamás, ni en la vida ni en la muerte, que yo salga de tu Santísima Voluntad. Quiero reparar por todos aquellos que no se abandonan perfectamente a tu Santísima Voluntad, perdiendo así, o reduciendo el precioso fruto de tu Redención. ¿Cuál no será el dolor de tu corazón, oh mi Jesús, al ver tantas criaturas que huyen de tus brazos y se abandonan a sí mismas? Piedad por todos, oh mi Jesús, piedad por mí. Beso tu cabeza coronada de espinas y te pido perdón por tantos pensamientos míos de soberbia, de ambición y de propia estima, y te prometo que cada vez que me venga un pensamiento que no sea todo para Ti, oh Jesús, y me encuentre en las ocasiones de ofenderte, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, os encomiendo el alma mía!”
Oh Jesús, beso tus hermosos ojos bañados aún por las lágrimas y cubiertos por sangre coagulada, y te pido perdón por cuantas veces te ofendí con miradas malas e inmodestas; te prometo que cada vez que mis ojos se sientan impulsados a mirar cosas de la tierra, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, os encomiendo el alma mía!”
Oh Jesús mío, beso tus sacratísimos oídos, aturdidos hasta los últimos momentos por insultos y horribles blasfemias. Y te pido perdón por cuantas veces he escuchado y he hecho escuchar conversaciones que nos alejan de Ti, y por tantas conversaciones malas que hacen las criaturas, y te prometo que cada vez que me encuentre en la ocasión de oír aquello que no conviene, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, os encomiendo el alma mía!”
Oh Jesús mío, beso tu santísimo rostro, pálido, lívido, ensangrentado, y te pido perdón por tantos desprecios, insultos y afrentas que recibes de nosotros, vilísimas criaturas, por nuestros pecados. Yo te prometo que cada vez que me venga la tentación de no darte toda la gloria, el amor y la adoración que se te deben, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, os encomiendo el alma mía!”
Oh Jesús mío, beso tu santísima boca, ardida y amargada. Te pido perdón por cuantas veces te he ofendido con mis malas conversaciones, por cuantas veces he concurrido a amargarte y a acrecentar tu sed; te prometo que cada vez que me venga el pensamiento de decir cosas que podrían ofenderte, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, os encomiendo el alma mía!”
Oh Jesús mío, beso tu cuello santísimo y veo aún las marcas de las cadenas y de las cuerdas que te han oprimido, te pido perdón por tantas ataduras y por tantos apegos de las criaturas, que han añadido sogas y cadenas a tu santísimo cuello. Te prometo que cada vez que me sienta turbado por apegos, deseos y afectos que no sean para Ti, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, os encomiendo el alma mía!”
Jesús mío, beso tus santísimos hombros y te pido perdón por tantas ilícitas satisfacciones, perdón por tantos pecados cometidos con los cinco sentidos de nuestro cuerpo; te prometo que cada vez que me venga el pensamiento de tomarme algún placer o satisfacción que no sea para tu gloria, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, os encomiendo el alma mía!”
Jesús mío, beso tu santísimo pecho y te pido perdón por tantas frialdades, indiferencias, tibiezas e ingratitudes horrendas que recibes de las criaturas, y te prometo que cada vez que me sienta enfriar en tu amor, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, os encomiendo el alma mía!”
Jesús mío, beso tus sacratísimas manos; te pido perdón por todas las obras malas e indiferentes, por tantos actos envenenados por el amor propio y por la propia estima; te prometo que cada vez que me venga el pensamiento de no obrar solamente por tu amor, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, os encomiendo el alma mía!”
Oh Jesús mío, beso tus santísimos pies y te pido perdón por tantos pasos, por tantos caminos recorridos sin recta intención, por tantos que se alejan de Ti para ir en busca de los placeres de la tierra. Te prometo que cada vez que me venga el pensamiento de apartarme de Ti, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, os encomiendo el alma mía!”
Oh Jesús mío, beso tu sacratísimo corazón y quiero encerrar en Él, junto con mi alma, a todas las almas redimidas por Ti, para que todas sean salvas, sin excluir ninguna. Oh Jesús, enciérrame en tu corazón y cierra las puertas de él, de modo que yo no pueda ver otra cosa que a Ti solo. Te prometo que cada vez que me venga el pensamiento de querer salir de este corazón, gritaré inmediatamente: “¡Jesús y María, a ustedes doy mi corazón y el alma mía!”

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