Nuestra Señora de las Lajas
Colombia
Cierto día del año 1754 la india María dejó la entonces villa de San Pedro Mártir de Ipiales donde trabajaba, con la intención de visitar a sus parientes en el caserío de Potosí 1 a unas pocas leguas de distancia. Al descender por la ladera occidental del cerro Pastarán para cruzar el puente sobre el río Guáitara, se desató una terrible tempestad. A fin de resguardarse, corrió hacia la gran cueva natural que había a media cuesta, esperando que la lluvia pasara.
Temerosa por el torrencial aguacero, lo desolado de aquellos parajes y por la idea de que el demonio sojuzgaba el puente “para hacer presa de la infortunada persona que viajase sola, se angustió, lloró e invocó el auxilio de la Santísima Virgen del Rosario”,2 cuya devoción había aprendido de los padres dominicos, que desde hacía dos siglos evangelizaban dichas comarcas.
De pronto, siente que alguien le toca en la espalda. Asustada a más no poder, la intuitiva mujer no piensa sino en emprender veloz carrera, cruzar raudamente el puente y llegar sana y salva a Potosí.
¡Mamita, la mestiza me llama!
Pasado el primer susto, unos días después, María emprende el regreso a Ipiales. Esta vez lo hace en compañía de su pequeña hija de cinco años llamada Rosa, sordomuda de nacimiento, a quien lleva en la espalda según la costumbre andina. Al llegar a la cueva del Pastarán, se detiene para descansar. La niña entonces se desliza suavemente de la madre y empieza a trepar por las lajas. De pronto María escucha que su hija le habla: “Mamita, vea a esta mestiza que se ha despeñado con un mesticito en los brazos y dos mestizos a los lados”.3 Desconcertada, no atina sino a coger a la niña y huir del lugar.
Al llegar a casa de la familia Torresano, sus antiguos patrones, cuenta lo ocurrido, pero no hay quien le crea. Atendidos los motivos que la llevaron a Ipiales, María vuelve a su pueblo. Pero a medida que se aproxima a la famosa cueva, los temores le comienzan a asaltar nuevamente. Al llegar a su entrada, se detuvo titubeante. Y con más fuerza la niña volvió a hablar: “¡Mamita, la mestiza me llama!” Nueva impresión, nueva carrera, nueva incógnita… ¿qué hay realmente en esa cueva?
Tan pronto como llegó a Potosí, contó lo ocurrido. La noticia corrió de boca en boca, los vecinos se congregaron en la casa de María, todos querían conocer directamente los pormenores del hecho. Mientras tanto, en medio del alboroto, Rosita desapareció. Apenas se dieron cuenta de la ausencia de la niña, se la buscó en vano por todas partes. ¿Adónde habría ido Rosa? No había otra explicación —las almas inocentes conservan una atracción irresistible por las cosas sobrenaturales—: la niña había acudido ciertamente al llamado de “la mestiza”.
En Las Lajas como en Lourdes, un siglo después, en la gruta del Pastarán como en la de Massabielle, Rosita como Santa Bernardita, sintieron esa atracción irresistible. Hacia allá se trasladó también María en busca de su hija y allí se encontró con un maravilloso espectáculo: “Al llegar a la cueva vio sin sorpresa a su hija arrodillada a los pies de la Mestiza, jugando cariñosa y familiarmente con el rubio Mesticito” que se había desprendido de los brazos de su Madre.
¡Qué escena más íntima y conmovedora! Sólo Dios es capaz de siquiera imaginar algo así.
La visión había sido tan extraordinaria que María dudó esta vez de contarla a los demás. Y este otro favor de la Virgen de las Lajas hubiera permanecido ignorado si un nuevo e impresionante suceso no lo hubiera tornado público.
Resurrección de la niña
Un tiempo después de lo ocurrido, Rosa cayó gravemente enferma y murió. La desconsolada madre, concibió entonces la idea de llevar el cuerpecito sin vida de su entrañable hija a los pies de la Señora del Pastarán, para recordarle las flores y velas con que la niña solía obsequiarla y pedirle encarecidamente que le restituyera la vida. Ante los ruegos insistentes y las copiosas lágrimas, ante la fe que no se doblega, la Virgen no resistió y obtuvo de su Divino Hijo la gracia de la resurrección de la pequeña Rosa.
Exultante de alegría y agradecimiento, María Mueses de Quiñones se dirigió a Ipiales a golpear la puerta de la familia Torresano a quienes relató el nuevo prodigio. El testimonio es impresionante, la prueba es contundente, no queda más que avisar al Señor Cura. A pesar de lo avanzado de la noche, se organiza una comitiva encabezada por don Juan Torresano. El dominico Fray Gabriel de Villafuerte los recibe y procede al interrogatorio de rigor.
Las campanas se echan al vuelo y la noticia se esparce por el pueblo: “¡La Virgen del Rosario se ha aparecido en las peñas del Pastarán! ¡La ha visto María Mueses de Quiñones! ¡Es hermosa y resplandeciente!” Pero el Señor Cura quiere cerciorarse de todo, aún no está totalmente convencido. Al día siguiente, bien de madrugada, una primera y concurrida peregrinación se da inicio en Ipiales. Es el 15 de setiembre de 1754, fiesta del Dulce Nombre de María. A las seis de la mañana, llegan a Las Lajas: “El milagro fulge ante sus ojos y ante su corazón. No es posible dudar: la Santísima Virgen ha sentado sus reales en las rocas del Pastarán”.
Fatima.org.pe
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