Los santos también debían luchar contra su naturaleza.
«Señor Cura, le preguntaba el Rdo, Raymond, ¿cómo puede estar usted tan sosegado con la impetuosidad de su carácter?
—¡Ah, amigo mío!, la virtud requiere esfuerzo, continua violencia y, sobre todo, auxilio de lo alto».
Tuvo, en efecto, que sufrir y trabajar mucho para adquirir la paciencia que admirábamos en él; «por esta causa, dice el conde des Garets, ésta fue la virtud que más me admiró y más me impresionó. No creo que sea posible practicarla en grado superior... Siempre le vi igual a sí mismo, agradable con todos, fuesen cuales fueren las maneras usadas con él».
Creo, añade el Hermano Atanasio, que si la virtud no le hubiese dominado, hubiera fácilmente montado en cólera. Por lo mismo, se veía obligado, para contenerse, a violentarse con gran energía.
En algunas ocasiones, cuando personas fastidiosas le importunaban, retorcía el pañuelo que acostumbraba llevar en la mano, y yo echaba de ver qué esfuerzo se imponía para dominar la impaciencia. Por lo demás, era menester ser muy familiar suyo para darse cuenta de estas cosas
En algunas ocasiones, cuando personas fastidiosas le importunaban, retorcía el pañuelo que acostumbraba llevar en la mano, y yo echaba de ver qué esfuerzo se imponía para dominar la impaciencia. Por lo demás, era menester ser muy familiar suyo para darse cuenta de estas cosas
«Sentía muy vivamente»; experimentó antipatías involuntarias que cubrió con el velo de la caridad. «Estábamos convencidos, dice Marta Miard, de que tenía que violentarse en presencia de ciertas personas, pero nunca lo dio a entender».
Lo único que se notaba en él, cuando alguna tempestad agitaba su alma, era cierta alteración en la mirada, «una especie de relámpago que brillaba en sus ojos». En este estado le vimos, por unos segundos, el día que fue nombrado canónigo, cuando el Hermano Jerónimo le rogó que se sentara en su cátedra con la muceta.
De su paciencia el Cura de Ars dio pruebas estupendas.
Un día, cuenta el maestro Juan Pertinand, sorprendimos, sin saberlo el Rdo, Vianney, a un niño de la parroquia cuando intentaba apoderarse de las limosnas de las misas. El alcalde fue conmigo a avisar a sus padres. La madre del ladrón en ciernes, pensando que era el señor Cura quien había denunciado al culpable, fue al día siguiente a la sacristía y le reprochó duramente.
Un día, cuenta el maestro Juan Pertinand, sorprendimos, sin saberlo el Rdo, Vianney, a un niño de la parroquia cuando intentaba apoderarse de las limosnas de las misas. El alcalde fue conmigo a avisar a sus padres. La madre del ladrón en ciernes, pensando que era el señor Cura quien había denunciado al culpable, fue al día siguiente a la sacristía y le reprochó duramente.
Estaba yo de pie junto a la puerta, en la iglesia, oyendo aquella lluvia de improperios. «Tiene usted razón, se contentaba con responder el bueno del señor cura párroco, ruegue para que me convierta»
Oí decir, refiere Catalina Lassagne en su Petit mémoire, que, al principio de estar en la parroquia, fue a su casa un hombre y le llenó de insultos. El escuchó sin hablar palabra; después, por desgracia, quiso acompañarle y darle un abrazo antes de despedirle... El sacrificio le causó tan viva impresión que a duras penas pudo subir a su cuarto y tuvo que echarse en la cama. En un momento se llenó de ronchas...
Vímosle varias veces, cuando alguien le hablaba con dureza, conservar la calma, pero su cuerpo era en seguida presa de cierto temblor. «Cuando se ha vencido una pasión, decía, hay que dejar que los miembros tiemblen»
Una vez, cuenta Juana-María Chanay, ocurrió algo en la Providencia que le contrarió fuertemente. «Si no fuese porque quiero convertirme, nos dijo, me enfadaría de veras.» Y al pronunciar estas palabras, conservaba toda su serenidad.
Recuerdo, cuenta Andrés Treve, pero no puedo precisar la época ni el lugar, que un día le dieron un bofetón y que dijo por toda respuesta: «¡Amigo, la otra mejilla tendrá celos!»
Esta admirable paciencia se manifestó de un modo especial entre la multitud. En efecto, era allí donde encontraba ocasión siempre nueva de perpetuo renunciamiento. Los que querían acercársele tenían ansia de verle y los que ya le habían visto querían verle otra vez. De aquí «que en torno a su persona, ha dicho el canónigo Gardette, se formaban como unas corrientes que lo agitaban en todos sentidos.
Casi estrujado, parecía siempre un ángel de caridad y ,de dulzura.
En sus facciones se leía cansancio, pero nunca las impresiones de la baja naturaleza. Y, sin embargo, a causa precisamente de su temperamento tan enérgico y sensible a la vez, sintió vivamente las contrariedades.
Conocía lo fugaz del tiempo y las miserias reales de tantas almas, y tal persona le entetenía con sus eternas repeticiones; tal otra le contaba cosas insignificantes... Pero con todos se mostraba tan caritativo y paciente que se retiraban llenos de contento.
Pd: No olvides de llevar tu pañuelito! ;)
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