domingo, 11 de marzo de 2018

CURA SE ARS. Tercer intento de fuga.

Tercer intento de fuga del cura de Ars.



A lo largo de su vida siempre tuvo un deseo muy grande por la soledad, "para poder llorar su pobre vida", como decía, y dedicarse a la oración. Después de dos intentos de fuga de su parroquia, tuvo lugar un tercero:

El cura de Ars le dijo a Catalina Lassagne:

-"Esta vez sí que he de partir"
-"¡Oh, señor cura! Usted no nos ha de dejar, replicó la pobre Catalina.

Se le hacía muy pesado a la buena mujer guardar el secreto., pidió permiso al párroco Vianney para confiarlo a la discreta María Filliat.

-"Como quieras", le respondió.

Y pronto las dos compañeras volvieron a él derramando lágrimas.

-"No se marche usted", le decían, "no se marche".

El Santo se limitó a responderles que su resolución era definitiva.

Después de su inútil tentativa, María y Catalina se habían quedado hablando junto a la puerta que cerraba el jardín de la casa parroquial.

-"Qué hacer, decía una de ellas, débil como está a su edad no podrá llegar hasta Lión"

En aquel momento, pasó el sacristán, Hermano Jerónimo. Le causó extrañeza el ver fuera, a aquellas horas, a Catalina y a María... Un minuto después lo sabía todo. El Hermano Jerónimo fue a avisar al Hermano Atanasio y ambos corrieron a llamar a la puerta del Rdo. Toccanier.
El joven vicario creyó que lo llamaban para asistir a algún enfermo grave

-Juzgad mi sorpresa, dice, al oír a los buenos Hermanos: no podía resolverme a creerlo: "Vigilad delante de la casa parroquial, y si realmente intenta huir, avisadme" A media noche, tres golpes seguidos resonaron en mi puerta. Estaba tendido en mi cama, pero completamente vestido. Vedme ya en la plaza, con los Hermanos, espiando los movimientos de nuestro santo cura a quien veíamos, gracias a la luz que tenía en la habitación, cómo tomaba su sombrero, el breviario y el paraguas. "Dejémosle bajar, dije a los Hermanos". Baja en efecto, y se dirige a casa de María Filliat y Catalina Lassagne, que habían de acompañarle. Aguzamos el oído.

-"¿Estáis dispuestas?, les preguntó mientras entraba... ¡Pues bien, marchemos!

Sale, seguido de María que lleva las provisiones y de Catalina que alumbra el camino con una linterna. De repente, nos plantamos delante de él. Mira severamente a Catalina, que comienza a llorar.

-"¡Me habéis vendido!", les dice.

El Hermano Atanasio toma la palabra:

-¿A dónde va usted, señor cura?... ¿Qué, quiere usted dejarnos? Pues bien, tocaremos campanas.

-Y nosotros, añade el Hermano Jerónimo, seguiremos en procesión.

-"Haced lo que os plazca, responde el párroco Vianney, seca y resueltamente, pero dejadme pasar"


Entretanto, el Hermano Jerónimo ha tomado la linterna de manos de Catalina y, fingiendo querer guiar al párroco Vianney por entre las tinieblas, le conduce. Había pensado que dando el Santo la vuelta al pueblo, volvería al punto de partida. A pesar de la gran oscuridad, el Cura de Ars se dio cuenta de que le engañaban. Delante de él se había formado ya una comitiva. Los peregrinos, que según costumbre pasaban la noche en el vestíbulo del campanario, y los feligreses. que, despertados a sus clamores, comenzaron a afluir, iban caminando los unos por su confesor, los otros por su cura. En medio de un verdadero tumulto, el Rdo. Toccanier se esforzaba para hacer entrar en razón al fugitivo.



-"Déjeme pasar, déjeme pasar", decía en santo en tono de súplica y con voz entrecortada. Tenía el breviario bajo el brazo. El Rdo. Toccanier se lo arrebató y lo entegó a la persona que estaba más próxima a Catalina Lassagne, diciéndole al oído: "Aléjese y no vuelva".




-"¡Déme usted el breviario!", Gritó el cura de Ars. Después, volviendo sobre sí, hizo seña de avanzar a María Filliat: "¡Sigue adelante!... Ya rezaré en Lión.

-¡Muy bien, señor cura! Dejará pasar el día sin rezar el oficio. ¡Buen ejemplo!"

Un escrúpulo germinó en el alma del santo. Hubo un momento de silencio.

-"Tengo otro breviario en mi cuarto, el de Mons. Devie", dijo al fin,

-"vayamos a buscarlo, replicó el Rdo. Toccanier, que sin darse cuenta, iba ganando la partida. El párroco Vianney se volvió y, seguido de una multitud que iba engrosando, se dirigió a su casa.
No había andado tres metros, cuando en la iglesia tocaron a rebato. ¡Qué lúgubre era por la noche!... "¡Señor cura, el Angelus!" Y el bueno del Santo, siempre ingenuo y confiado, cayó de rodillas y rezó el Avemaría con angelical fervor.

-"Señor cura, añadió el astuto vicario, podríamos rezar una decena de rosario para que tenga usted un feliz viaje". Pensaba con ello ganar tiempo.

-"No, replicó, ya rezaré el rosario por el camino"

Comenzó a andar a grandes pasos, entró en el patio, y subió a su cuarto, donde entré solo con él. Por el camino, el Hermano Atanasio me dijo, en dos palabras, que el señor alcalde estaba avisado y a punto de llegar. Para dar tiempo al conde de Garets, esparcí en desorden sobre los estantes de la librería los ocho tomos del gran breviario, precioso recuerdo del obispo recientemente fallecido. Al ir a tomar el volumen correspondiente a la estación, sus ojos se posaron en un retrato de Monseñor Devie, colgado en la pared. Acórdeme de que el prelado había impedido otras huidas. Me sentí entonces inspirado.

-"Señor cura, le dije con tono decidido, vea cómo Mons. Devie le mira enojado desde el cielo. Hay que respetar la voluntad del propio obispo durante su vida y con mayor razón después de su muerte... ¡Acuérdese de lo que le dijo hace diez años!"

Conmovido por tal expresión, el párroco Vianney me respondió con la ingenuidad de un niño amenazado por las reprensiones de su padre:

-"No me reñirá Monseñor, ¡ya sabe él la necesidad que tengo de llorar mi pobre vida!"

Entretanto, mientras las mujeres rezaban en la iglesia, para que Dios, como dice Catalina Lassagne, mudase las intenciones de su siervo, los hombres se habían reunido en el patio de la casa parroquial. Despertados por el toque de rebato, habían pensado algunos que se trataba de un incendio o de algún asalto de ladrones y llevaban aún en la mano un cubo, una horca o un garrote. Todo el mundo corría agitado, a la tenue luz de las linternas.


Cuando el párroco Vianney apareció, le cerraron el paso, suplicándole que no le dejasen. Pero él, con la idea fija de encontrar una manera de escabullirse, iba de una puerta a otra, repitiendo:

-¡"Dejadme pasar, dejadme pasar!"... "¡Qué escena aquella más emocionante!, exclama la piadosa Catalina. Parecía el prendimiento de Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos".

-"Estaba yo apostado en una de las salidas, cuenta Miguel Tournassaud, el zapatero del pueblo. El señor cura me tomó de un brazo y, riendo y llorando a la vez, me apartó hacia un lado. No pudo, sin embargo, abrir la puerta"

Las mujeres salían de la iglesia y, mezclándose con los hombres, se arrodillaron a los pies del Santo. En su mayor parte, eran forasteras venidas de lejos para confesarse. Todas ellas clamaban derramando lágrimas:

-¡Padre mío, antes de partir, acuérdese de mí... ¡Acabe de oírme!... ¡Oh, buen padre, no nos deje!..."

Entonces, escribe el Rdo. Toccanier, haciendo un supremo esfuerzo le dirigí estas palabras, que no se me hubieran ocurrido a sangre fría:

"¡Pero cómo!, usted, señor cura, que sabe de memoria las Vidas de los Santos, se olvida del celo de San Martín, que, teniendo en sus manos la corona, exclamaba: No rehúso los trabajos... ¡Y quisiera usted dejar el campo de batalla... ¿Y el ejemplo de San Felipe Neri?... Este santo decía que si se hallase ya en el umbral del paraíso, y un pecador reclamase su ministerio, dejaría con gusto la corte celestial para atenderle. Y usted, señor cura, ¿tendría valor para dejar en suspenso tantas confesiones de hombres y de mujeres venidos de tan lejos?" Mientras yo acababa estas palabras, los peregrinos redoblaban las súplicas.


El párroco Vianney se convenció de que la voluntad de Dios se manifestaba por tan ardientes deseos. "Vaya usted a la sacristía, le dijo al oído el conde de Garets; he de decirle una cosa. -Voy enseguida, le respondió, y dirigiéndose a la multitud añadió: -"¡Vayamos a la iglesia!".

El fue el primero en entrar, oró durante largo rato y entró después en la sacristía. Vianney tomó el sobrepelliz y se dirigió al confesionario. Según era su costumbre todas las mañanas al llegar a la iglesia, se arrodilló sobre las gradas del altar, rezó cinco Padrenuestros y cinco Avemarías con la multitud, y se puso a oír confesiones.

Después de dar gracias, tranquilo como si nada de anormal hubiese pasado pocas horas antes, fue a saludar al vicario general.

Esta tercera fuga del cura de Ars fue una cosa triste, misteriosa y desconcertante. "Creía, dice Catalina Lassagne, cumplir la voluntad de Dios". Pero habiendo recibido de un eclesiástico una carta en la cual le demostraba que sus ansias por la soledad eran tentaciones del demonio, se impresionó mucho.

Desde entonces no pensó en cosa semejante, no habló más de ello. Se entregó de lleno y sin reservas a su habitual ministerio: frecuentó todavía más la iglesia y pasó mayor número de horas en el confesionario.





No hay comentarios.:

Publicar un comentario

El pecado de impureza.

Vi al Señor Jesús atado a una columna, despojado de sus vestiduras y enseguida empezó la flagelación. Vi cuatro hombres que por turno azotab...