VIGÉSIMA CUARTA HORA
De las 4 a las 5 de la tarde
Doliente
Mamá mía, veo que te dispones al último sacrificio, el de tener que dar
sepultura a tu muerto Hijo Jesús, y resignadísima al Querer de Dios lo
acompañas y con tus mismas manos lo pones en el sepulcro, y mientras recompones
aquellos miembros tratas de darle el último adiós y el último beso, y por el
dolor te sientes arrancar el corazón del pecho. El amor te clava sobre esos
miembros, y por la fuerza del amor y del dolor tu Vida está a punto de quedar
apagada junto con tu extinto Hijo. Pobre Mamá, ¿cómo harás sin Jesús? Él es tu
vida, tu todo, y sin embargo es el Querer del Eterno que así lo quiere. Tendrás
que combatir con dos potencias insuperables: El amor y el Querer Divino. El
amor te tiene clavada, de modo que no puedes separarte; el Querer Divino se
impone y quiere este sacrificio. Pobre Mamá, ¿cómo harás? ¡Cuánto te
compadezco! ¡Ah, ángeles del Cielo, venid a levantarla de encima de los
inmóviles miembros de Jesús, de otra manera morirá!
Pero, oh
portento, mientras parecía extinta junto con Jesús, escucho su voz temblorosa e
interrumpida por sollozos que dice: “Hijo amado, Hijo, éste era el único
consuelo que me quedaba y que mitigaba mis penas: Tu Santísima Humanidad,
desahogarme sobre estas llagas, adorarlas, besarlas, pero ahora también esto me
viene quitado, el Querer Divino así lo quiere y Yo me resigno; pero debes
saber, oh Hijo, que lo quiero y no lo puedo, al solo pensamiento de hacerlo me
faltan las fuerzas y la vida me abandona. Ah, permíteme, oh Hijo, para poder
recibir fuerza y vida para hacer esta amarga separación, que me deje toda
sepultada en Ti, y que tome para Mí tu Vida, tus penas, tus reparaciones y todo
lo que eres Tú. Ah, sólo un intercambio de vida entre Tú y Yo puede darme
fuerza para cumplir el sacrificio de separarme de Ti.”
Afligida
Mamá mía, así decidida, veo que de nuevo recorres esos miembros, y poniendo tu
cabeza sobre la de Jesús, la besas y en ella encierras tus pensamientos,
tomando para ti sus espinas, los afligidos y ofendidos pensamientos de Jesús, y
todo lo que ha sufrido en su sacratísima cabeza. ¡Oh, cómo quisieras animar la
inteligencia de Jesús con la tuya, para poder dar vida por vida! Y ya sientes
que empiezas a revivir, con haber tomado en tu mente los pensamientos y las
espinas de Jesús.
Adolorida
Mamá, te veo besar los ojos apagados de Jesús, y quedas traspasada al ver que
Él ya no te mira más. ¡Cuántas veces esas miradas divinas, mirándote, te
extasiaban en el Paraíso y te hacían resurgir de la muerte a la vida! Pero
ahora, al ver que ya no te miran te sientes morir, por eso veo que dejas tus
ojos en los de Jesús y tomas para Ti los suyos, sus lágrimas, la amargura de
esa mirada que tanto ha sufrido al ver las ofensas de las criaturas y tantos
insultos y desprecios.
Pero veo
traspasada Mamá que besas sus santísimos oídos, lo llamas y lo vuelves a llamar
y le dices: “Hijo mío, ¿será posible que no me escuches más? Tú que aún en cada
pequeño ademán me escuchabas, y ahora lloro, te llamo, ¿y no me escuchas? ¡Ah,
el amor amoroso es el más cruel tirano! Tú eras para Mí más que mi misma Vida,
¿y ahora deberé sobrevivir a tanto dolor? Por eso, oh Hijo, dejo mi oído en el
tuyo y tomo para Mí lo que ha sufrido tu santísimo oído, el eco de todas las
ofensas que se repercutían en el tuyo, sólo esto me puede dar vida, tus penas,
tus dolores.”
Mientras
esto dices, es tanto el dolor, las congojas del corazón, que pierdes la voz y
te quedas sin movimiento. ¡Pobre mamá mía, pobre Mamá mía, cuánto te
compadezco, cuántas muertes crueles no sufres!
Pero
doliente Mamá, el Querer Divino se impone y te da el movimiento, y Tú miras el
rostro santísimo de Jesús, lo besas y exclamas: “Adorado Hijo, cómo estás
desfigurado, si el amor no me dijera que eres mi Hijo, mi Vida, mi todo, no te
reconocería más, tanto has quedado irreconocible. Tu natural belleza se ha
transformado en deformidad, tus mejillas se han cambiado a violáceas; la luz,
la gracia que irradiaba tu hermoso rostro –que mirarte y quedar beatificada era
lo mismo–, se ha convertido en palidez de muerte, oh Hijo amado, Hijo, cómo has
quedado reducido, qué feo trabajo ha hecho el pecado en tus santísimos
miembros, oh, cómo tu inseparable Mamá quisiera restituirte tu primitiva
belleza. Quiero fundir mi rostro en el tuyo y tomar para Mí el tuyo, tus
bofetadas, los salivazos, los desprecios y todo lo que has sufrido en tu rostro
santísimo. ¡Ah! Hijo, si me quieres viva dame tus penas, de otra manera Yo
muero.” Y es tanto el dolor, que te sofoca, te corta las palabras y quedas como
extinta sobre el rostro de Jesús. ¡Pobre Mamá, cuánto te compadezco! Ángeles
míos, vengan a sostener a mi Mamá, su dolor es inmenso, la inunda, la ahoga y
ya no le queda más vida ni fuerzas. Pero el Querer Divino rompiendo estas olas
de dolor que la ahogan, le restituye la vida.
Estás ya
sobre la boca, y al besarla te sientes amargar tus labios por la amargura de la
hiel que ha amargado tanto la boca de Jesús, y sollozando continúas: “Hijo mío,
dile una última palabra a tu Mamá, ¿será posible que no deba escuchar más tu
voz? Todas tus palabras que en vida me dijiste, como tantas flechas me hieren
el corazón de dolor y de amor; y ahora viéndote mudo, estas flechas se remueven
en mi lacerado corazón y me dan innumerables muertes, y a viva fuerza parece
que quieran arrancarte una última palabra, y no obteniéndola me desgarran y me
dicen: “Así que no lo escucharás más; no volverás a oír más su dulce acento, la
melodía de su palabra creadora que en Ti creaba tantos paraísos por cuantas
palabras decía.” Ah, mi paraíso ha terminado y no tendré otra cosa que amarguras,
ah Hijo, quiero darte mi lengua para animar la tuya, dame lo que has sufrido en
tu santísima boca, la amargura de la hiel, tu sed ardiente, tus reparaciones y
plegarias, y así, oyendo por medio de éstas tu voz, mi dolor será más
soportable, y tu Mamá podrá seguir viviendo en medio de tus penas.”
Mamá
destrozada, veo que te apresuras porque los que están a tu alrededor quieren
cerrar el sepulcro, y casi como volando pasas sobre las manos de Jesús, las
tomas entre las tuyas, las besas, te las estrechas al corazón, y dejando tus
manos en las suyas tomas para Ti los dolores y las perforaciones de aquellas
manos santísimas. Y llegando a los pies de Jesús y mirando el desgarro cruel
que los clavos han hecho en aquellos pies, pones en ellos los tuyos y tomas para
Ti aquellas llagas y te pones en lugar de Jesús a correr al lado de los
pecadores para arrancarlos del infierno.
Angustiada
Mamá, ya veo que le das el último adiós al corazón traspasado de Jesús. Aquí te
detienes, es el último asalto a tu corazón materno, te lo sientes arrancar del
pecho por la vehemencia del amor y del dolor, y por sí mismo se te escapa para
ir a encerrarse en el corazón santísimo de Jesús; y Tú viéndote sin corazón te
apresuras a tomar el corazón Sacratísimo de Jesús en el tuyo, su amor rechazado
por tantas criaturas, tantos deseos suyos ardientes no realizados por la
ingratitud de ellas, los dolores las heridas que traspasan ese corazón
santísimo y que te tendrán crucificada durante toda tu Vida. Y mirando esa
ancha herida la besas y tomas en tus labios su sangre, y sintiéndote la Vida de
Jesús, sientes la fuerza para hacer la amarga separación, por eso lo abrazas y
permites que la piedra sepulcral lo encierre.
Doliente
Mamá mía, llorando te suplico que no permitas que por ahora Jesús nos sea
quitado de nuestra mirada, espera que primero me encierre en Jesús para tomar
su Vida en mí, si Tú no puedes vivir sin Jesús, que eres la sin mancha, la
santa, la llena de Gracia, mucho menos yo que soy la debilidad, la miseria, la
llena de pecados, ¿cómo puedo vivir sin Jesús? Ah Mamá dolorosa, no me dejes
sola, llévame contigo; pero antes deposítame toda en Jesús, vacíame de todo
para poder poner a todo Jesús en mí, así como lo has puesto en Ti. Comienza
conmigo el oficio materno que Jesús te dio estando en la cruz, y abriendo mi
pobreza extrema una brecha en tu corazón materno, con tus mismas manos maternas
enciérrame toda, toda en Jesús; encierra en mi mente los pensamientos de Jesús,
a fin de que ningún otro pensamiento entre en mí; encierra los ojos de Jesús en
los míos, a fin de que jamás pueda huir de mi mirada; pon su oído en el mío,
para que siempre lo escuche y cumpla en todo su Santísimo Querer; su rostro
ponlo en el mío, a fin de que mirando aquel rostro tan desfigurado por amor
mío, lo ame, lo compadezca y repare; pon su lengua en la mía para que hable,
rece y enseñe con la lengua de Jesús; sus manos en las mías para que cada
movimiento que yo haga y cada obra que realice tomen vida de las obras y
movimientos de Jesús; pon sus pies en los míos, a fin de que cada paso que yo
dé sea vida para las otras criaturas, vida de salvación, de fuerza, de celo
para todas las criaturas.
Y ahora,
afligida Mamá mía, permíteme que bese su corazón y que beba su preciosísima
sangre, y Tú, encerrando su corazón en el mío haz que pueda vivir de su amor,
de sus deseos y de sus penas. Y ahora toma la mano derecha de Jesús, rígida ya,
para que me des con ella su última bendición.
Y ahora
permite que la piedra cierre el sepulcro, y Tú, destrozada besas este sepulcro y
llorando le dices tu último adiós y partes, pero es tanto tu dolor, que ahora
quedas petrificada, ahora helada. Traspasada Mamá mía, junto contigo doy el
adiós a Jesús, y llorando, quiero compadecerte y hacerte compañía en tu amarga
desolación, quiero ponerme a tu lado, para darte a cada suspiro tuyo, a cada
congoja y dolor, una palabra de consuelo, una mirada de compasión. Recogeré tus
lágrimas, y si te veo desfallecer te sostendré en mis brazos.
Pero veo
que estás obligada a regresar a Jerusalén por el camino por donde viniste. Unos
cuantos pasos y te encuentras ante la cruz sobre la cual Jesús ha sufrido tanto
y ha muerto, y Tú corres, la abrazas, y viéndola teñida de sangre, uno por uno
se renuevan en tu corazón los dolores que Jesús ha sufrido sobre ella, y no
pudiendo contener el dolor, sollozando exclamas:
“¡Oh!
cruz, ¿tan cruel debías ser con mi Hijo? ¡Ah, en nada los has perdonado! ¿Qué
mal te había hecho? No me has permitido a Mí, su dolorosa Mamá, darle ni
siquiera un sorbo de agua cuando la pedía, y a su boca abrasada le has dado
hiel y vinagre; mi corazón traspasado me lo sentía licuar y habría querido dar
a aquellos labios mi licuado corazón para quitarle la sed, pero tuve el dolor
de verme rechazada. Oh cruz cruel, sí, pero santa, porque has sido divinizada y
santificada por el contacto de mi Hijo. Aquella crueldad que usaste con Él,
cámbiala en compasión hacia los miserables mortales, y por las penas que Él ha
sufrido sobre ti, obtén gracia y fuerza a las almas sufrientes, para que
ninguna se pierda por causa de tribulaciones y cruces. Demasiado me cuestan las
almas, me cuestan la Vida de un Hijo Dios; y Yo, como Corredentora y Madre las
confío a ti, oh cruz.”
Y
besándola y volviéndola a besar te alejas. Pobre Mamá, cuánto te compadezco, a
cada paso y encuentro surgen nuevos dolores, que haciendo más grande su
inmensidad y volviéndose más amargas sus oleadas, te inundan, te ahogan, y a
cada instante te sientes morir.
Otros
pasos más y llegas al punto donde esta mañana lo encontraste bajo el peso
enorme de la cruz, agotado, chorreando sangre, con un manojo de espinas en la
cabeza, las cuales, golpeando en la cruz penetraban más adentro y en cada golpe
le daban dolores de muerte. La mirada de Jesús, cruzándose con la tuya buscaba
piedad, y los soldados para quitar este alivio a Jesús y a Ti, lo empujaron y
lo hicieron caer, haciéndole derramar nueva sangre; ahora Tú ves el terreno
empapado con ella, y arrojándote a tierra te oigo decir mientras besas aquella
sangre: “Ángeles míos, venid a hacer guardia a esta sangre, a fin de que
ninguna gota sea pisoteada y profanada.”
Mamá
doliente, déjame que te de la mano para levantarte y sostenerte, porque te veo
agonizar sobre la sangre de Jesús. Pero nuevos dolores encuentras conforme
caminas, por todas partes ves huellas de sangre y recuerdos del dolor de Jesús.
Por eso apresuras el paso y te encierras en el cenáculo. También yo me encierro
en el cenáculo, pero mi cenáculo es el corazón santísimo de Jesús; y de dentro
de su corazón quiero venir sobre tus rodillas maternas para hacerte compañía en
esta hora de amarga desolación. No resiste mi corazón dejarte sola en tanto
dolor. Desolada Mamá, mira a la pequeña hija tuya, soy demasiado pequeña, y por
mi sola ni puedo ni quiero vivir; ponme sobre tus rodillas y estréchame entre
tus brazos maternos, hazme de Mamá, tengo necesidad de guía, de ayuda, de
sostén, mira mi pobreza y sobre mis llagas derrama una lágrima tuya, y cuando
me veas distraída estréchame a tu corazón materno, y vuelve a llamar en mí la
Vida de Jesús. Pero mientras te ruego me veo obligada a detenerme para poner
atención a tus acerbos dolores, y me siento traspasar al ver que conforme
mueves la cabeza sientes que te penetran más adentro las espinas que has tomado
de Jesús, con los pinchazos de todos nuestros pecados de pensamiento, que
penetrándote hasta en los ojos te hacen derramar lágrimas mezcladas con sangre,
y mientras lloras, teniendo en tus ojos la vista de Jesús pasan ante tu vista
todas las ofensas de las criaturas. Cómo quedas amargada por esto, cómo
comprendes lo que Jesús ha sufrido, teniendo en Ti sus mismas penas. Pero un
dolor no espera al otro, y poniendo atención en tus oídos te sientes aturdir
por el eco de las voces de las criaturas, y según cada especie de voces
ofensivas de criaturas, penetrando por los oídos al corazón, te lo traspasan, y
repites el estribillo: “¡Hijo, cuánto has sufrido!”
Desolada
Mamá, cuánto te compadezco, permíteme que te limpie el rostro bañado en
lágrimas y sangre, pero me siento retroceder al verlo amoratado, irreconocible
y pálido, con una palidez mortal, ah, comprendo, son los malos tratos dados a
Jesús que has tomado sobre Ti y que te hacen tanto sufrir, tanto, que moviendo
tus labios para rezar o para dejar escapar suspiros de tu inflamado pecho, siento
tu aliento amargo y tus labios quemados por la sed de Jesús.
Pobre
Mamá mía, cuánto te compadezco, tus dolores van creciendo siempre más, y parece
que se den la mano entre ellos, y tomando tus manos en las mías, las veo
traspasadas por clavos, y es en estas mismas manos que sientes el dolor al ver
los homicidios, las traiciones, los sacrilegios y todas las obras malas, que
repiten los golpes, agrandando las llagas y exacerbándolas cada vez más. Cuánto
te compadezco, Tú eres la verdadera Mamá crucificada, tanto, que ni siquiera
los pies quedan sin clavos; es más, no sólo te los sientes clavar, sino también
arrancar por tantos pasos inicuos y por las almas que se van al infierno, y Tú
corres a su lado a fin de que no caigan en las llamas infernales, pero aún no
es todo, crucificada Mamá, todas tus penas, reuniéndose juntas, hacen eco en el
corazón y te lo traspasan, no con siete espadas sino con miles y miles de
espadas; mucho más que teniendo en Ti el corazón divino de Jesús, que contiene
todos los corazones y envuelve en su latido a los latidos de todos, y ese
latido divino conforme late así va diciendo: “Almas, Amor.” Y Tú, al latido que
dice almas, te sientes correr en tus latidos todos los pecados y te sientes dar
muerte, y en el latido que dice amor, te sientes dar vida; así que Tú estás en
continua actitud de muerte y de vida. Mamá crucificada, cuanto compadezco tus
dolores, son inenarrables; quisiera cambiar mi ser en lenguas, en voz, para
compadecerte, pero ante tantos dolores son nada mis compadecimientos; por eso
llamo a los ángeles, a la Trinidad Sacrosanta, y les ruego que pongan en torno
a Ti sus armonías, sus contentos, su belleza, para endulzar y compadecer tus
intensos dolores, que te sostengan entre sus brazos y que te cambien en amor
todas tus penas.
Y ahora
desolada Mamá, un gracias a nombre de todos por todo lo que has sufrido, y te
ruego por esta tu amarga desolación, que me vengas a asistir en el punto de mi
muerte, cuando mi pobre alma se encuentre sola, abandonada por todos, en medio
de mil angustias y temores; ven Tú entonces a devolverme la compañía que tantas
veces te he hecho en mi vida, ven a asistirme, ponte a mi lado y ahuyenta al
enemigo, lava mi alma con tus lágrimas, cúbreme con la sangre de Jesús, vísteme
con sus méritos, embelléceme con tus dolores y con todas las penas y las obras
de Jesús; y en virtud de las penas de Jesús y de tus dolores, haz desaparecer
todos mis pecados, dándome el total perdón, y expirando mi alma recíbeme entre
tus brazos, ponme bajo tu manto, escóndeme de la mirada del enemigo y llévame
al Cielo y ponme en los brazos de Jesús. ¡Quedamos en esto, amada Mamá mía!
Y ahora
te ruego que des a todos los moribundos la compañía que te he hecho hoy, a
todos hazles de Mamá, son momentos extremos y se necesitan grandes ayudas, por
eso no niegues a ninguno tu oficio materno. Una última palabra: “Mientras te
dejo, te ruego que me encierres en el corazón santísimo de Jesús, y Tú doliente
Mamá mía, hazme de centinela a fin de que Jesús no me ponga fuera de su corazón,
y que yo, aunque lo quisiera, no me pueda salir. Por eso te beso tu mano
materna y bendíceme.
AMEN
LAS HORAS DE LA PASIÓN.
LUISA PICARRETA
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