sábado, 24 de marzo de 2018

La sepultura de Jesús. Las Horas de la Pasión


VIGÉSIMA CUARTA HORA
De las 4 a las 5 de la tarde

La sepultura de Jesús




Doliente Mamá mía, veo que te dispones al último sacrificio, el de tener que dar sepultura a tu muerto Hijo Jesús, y resignadísima al Querer de Dios lo acompañas y con tus mismas manos lo pones en el sepulcro, y mientras recompones aquellos miembros tratas de darle el último adiós y el último beso, y por el dolor te sientes arrancar el corazón del pecho. El amor te clava sobre esos miembros, y por la fuerza del amor y del dolor tu Vida está a punto de quedar apagada junto con tu extinto Hijo. Pobre Mamá, ¿cómo harás sin Jesús? Él es tu vida, tu todo, y sin embargo es el Querer del Eterno que así lo quiere. Tendrás que combatir con dos potencias insuperables: El amor y el Querer Divino. El amor te tiene clavada, de modo que no puedes separarte; el Querer Divino se impone y quiere este sacrificio. Pobre Mamá, ¿cómo harás? ¡Cuánto te compadezco! ¡Ah, ángeles del Cielo, venid a levantarla de encima de los inmóviles miembros de Jesús, de otra manera morirá!

Pero, oh portento, mientras parecía extinta junto con Jesús, escucho su voz temblorosa e interrumpida por sollozos que dice: “Hijo amado, Hijo, éste era el único consuelo que me quedaba y que mitigaba mis penas: Tu Santísima Humanidad, desahogarme sobre estas llagas, adorarlas, besarlas, pero ahora también esto me viene quitado, el Querer Divino así lo quiere y Yo me resigno; pero debes saber, oh Hijo, que lo quiero y no lo puedo, al solo pensamiento de hacerlo me faltan las fuerzas y la vida me abandona. Ah, permíteme, oh Hijo, para poder recibir fuerza y vida para hacer esta amarga separación, que me deje toda sepultada en Ti, y que tome para Mí tu Vida, tus penas, tus reparaciones y todo lo que eres Tú. Ah, sólo un intercambio de vida entre Tú y Yo puede darme fuerza para cumplir el sacrificio de separarme de Ti.”

Afligida Mamá mía, así decidida, veo que de nuevo recorres esos miembros, y poniendo tu cabeza sobre la de Jesús, la besas y en ella encierras tus pensamientos, tomando para ti sus espinas, los afligidos y ofendidos pensamientos de Jesús, y todo lo que ha sufrido en su sacratísima cabeza. ¡Oh, cómo quisieras animar la inteligencia de Jesús con la tuya, para poder dar vida por vida! Y ya sientes que empiezas a revivir, con haber tomado en tu mente los pensamientos y las espinas de Jesús.

Adolorida Mamá, te veo besar los ojos apagados de Jesús, y quedas traspasada al ver que Él ya no te mira más. ¡Cuántas veces esas miradas divinas, mirándote, te extasiaban en el Paraíso y te hacían resurgir de la muerte a la vida! Pero ahora, al ver que ya no te miran te sientes morir, por eso veo que dejas tus ojos en los de Jesús y tomas para Ti los suyos, sus lágrimas, la amargura de esa mirada que tanto ha sufrido al ver las ofensas de las criaturas y tantos insultos y desprecios.

Pero veo traspasada Mamá que besas sus santísimos oídos, lo llamas y lo vuelves a llamar y le dices: “Hijo mío, ¿será posible que no me escuches más? Tú que aún en cada pequeño ademán me escuchabas, y ahora lloro, te llamo, ¿y no me escuchas? ¡Ah, el amor amoroso es el más cruel tirano! Tú eras para Mí más que mi misma Vida, ¿y ahora deberé sobrevivir a tanto dolor? Por eso, oh Hijo, dejo mi oído en el tuyo y tomo para Mí lo que ha sufrido tu santísimo oído, el eco de todas las ofensas que se repercutían en el tuyo, sólo esto me puede dar vida, tus penas, tus dolores.”

Mientras esto dices, es tanto el dolor, las congojas del corazón, que pierdes la voz y te quedas sin movimiento. ¡Pobre mamá mía, pobre Mamá mía, cuánto te compadezco, cuántas muertes crueles no sufres!

Pero doliente Mamá, el Querer Divino se impone y te da el movimiento, y Tú miras el rostro santísimo de Jesús, lo besas y exclamas: “Adorado Hijo, cómo estás desfigurado, si el amor no me dijera que eres mi Hijo, mi Vida, mi todo, no te reconocería más, tanto has quedado irreconocible. Tu natural belleza se ha transformado en deformidad, tus mejillas se han cambiado a violáceas; la luz, la gracia que irradiaba tu hermoso rostro –que mirarte y quedar beatificada era lo mismo–, se ha convertido en palidez de muerte, oh Hijo amado, Hijo, cómo has quedado reducido, qué feo trabajo ha hecho el pecado en tus santísimos miembros, oh, cómo tu inseparable Mamá quisiera restituirte tu primitiva belleza. Quiero fundir mi rostro en el tuyo y tomar para Mí el tuyo, tus bofetadas, los salivazos, los desprecios y todo lo que has sufrido en tu rostro santísimo. ¡Ah! Hijo, si me quieres viva dame tus penas, de otra manera Yo muero.” Y es tanto el dolor, que te sofoca, te corta las palabras y quedas como extinta sobre el rostro de Jesús. ¡Pobre Mamá, cuánto te compadezco! Ángeles míos, vengan a sostener a mi Mamá, su dolor es inmenso, la inunda, la ahoga y ya no le queda más vida ni fuerzas. Pero el Querer Divino rompiendo estas olas de dolor que la ahogan, le restituye la vida.

Estás ya sobre la boca, y al besarla te sientes amargar tus labios por la amargura de la hiel que ha amargado tanto la boca de Jesús, y sollozando continúas: “Hijo mío, dile una última palabra a tu Mamá, ¿será posible que no deba escuchar más tu voz? Todas tus palabras que en vida me dijiste, como tantas flechas me hieren el corazón de dolor y de amor; y ahora viéndote mudo, estas flechas se remueven en mi lacerado corazón y me dan innumerables muertes, y a viva fuerza parece que quieran arrancarte una última palabra, y no obteniéndola me desgarran y me dicen: “Así que no lo escucharás más; no volverás a oír más su dulce acento, la melodía de su palabra creadora que en Ti creaba tantos paraísos por cuantas palabras decía.” Ah, mi paraíso ha terminado y no tendré otra cosa que amarguras, ah Hijo, quiero darte mi lengua para animar la tuya, dame lo que has sufrido en tu santísima boca, la amargura de la hiel, tu sed ardiente, tus reparaciones y plegarias, y así, oyendo por medio de éstas tu voz, mi dolor será más soportable, y tu Mamá podrá seguir viviendo en medio de tus penas.”

Mamá destrozada, veo que te apresuras porque los que están a tu alrededor quieren cerrar el sepulcro, y casi como volando pasas sobre las manos de Jesús, las tomas entre las tuyas, las besas, te las estrechas al corazón, y dejando tus manos en las suyas tomas para Ti los dolores y las perforaciones de aquellas manos santísimas. Y llegando a los pies de Jesús y mirando el desgarro cruel que los clavos han hecho en aquellos pies, pones en ellos los tuyos y tomas para Ti aquellas llagas y te pones en lugar de Jesús a correr al lado de los pecadores para arrancarlos del infierno.

Angustiada Mamá, ya veo que le das el último adiós al corazón traspasado de Jesús. Aquí te detienes, es el último asalto a tu corazón materno, te lo sientes arrancar del pecho por la vehemencia del amor y del dolor, y por sí mismo se te escapa para ir a encerrarse en el corazón santísimo de Jesús; y Tú viéndote sin corazón te apresuras a tomar el corazón Sacratísimo de Jesús en el tuyo, su amor rechazado por tantas criaturas, tantos deseos suyos ardientes no realizados por la ingratitud de ellas, los dolores las heridas que traspasan ese corazón santísimo y que te tendrán crucificada durante toda tu Vida. Y mirando esa ancha herida la besas y tomas en tus labios su sangre, y sintiéndote la Vida de Jesús, sientes la fuerza para hacer la amarga separación, por eso lo abrazas y permites que la piedra sepulcral lo encierre.

Doliente Mamá mía, llorando te suplico que no permitas que por ahora Jesús nos sea quitado de nuestra mirada, espera que primero me encierre en Jesús para tomar su Vida en mí, si Tú no puedes vivir sin Jesús, que eres la sin mancha, la santa, la llena de Gracia, mucho menos yo que soy la debilidad, la miseria, la llena de pecados, ¿cómo puedo vivir sin Jesús? Ah Mamá dolorosa, no me dejes sola, llévame contigo; pero antes deposítame toda en Jesús, vacíame de todo para poder poner a todo Jesús en mí, así como lo has puesto en Ti. Comienza conmigo el oficio materno que Jesús te dio estando en la cruz, y abriendo mi pobreza extrema una brecha en tu corazón materno, con tus mismas manos maternas enciérrame toda, toda en Jesús; encierra en mi mente los pensamientos de Jesús, a fin de que ningún otro pensamiento entre en mí; encierra los ojos de Jesús en los míos, a fin de que jamás pueda huir de mi mirada; pon su oído en el mío, para que siempre lo escuche y cumpla en todo su Santísimo Querer; su rostro ponlo en el mío, a fin de que mirando aquel rostro tan desfigurado por amor mío, lo ame, lo compadezca y repare; pon su lengua en la mía para que hable, rece y enseñe con la lengua de Jesús; sus manos en las mías para que cada movimiento que yo haga y cada obra que realice tomen vida de las obras y movimientos de Jesús; pon sus pies en los míos, a fin de que cada paso que yo dé sea vida para las otras criaturas, vida de salvación, de fuerza, de celo para todas las criaturas.

Y ahora, afligida Mamá mía, permíteme que bese su corazón y que beba su preciosísima sangre, y Tú, encerrando su corazón en el mío haz que pueda vivir de su amor, de sus deseos y de sus penas. Y ahora toma la mano derecha de Jesús, rígida ya, para que me des con ella su última bendición.

Y ahora permite que la piedra cierre el sepulcro, y Tú, destrozada besas este sepulcro y llorando le dices tu último adiós y partes, pero es tanto tu dolor, que ahora quedas petrificada, ahora helada. Traspasada Mamá mía, junto contigo doy el adiós a Jesús, y llorando, quiero compadecerte y hacerte compañía en tu amarga desolación, quiero ponerme a tu lado, para darte a cada suspiro tuyo, a cada congoja y dolor, una palabra de consuelo, una mirada de compasión. Recogeré tus lágrimas, y si te veo desfallecer te sostendré en mis brazos.

Pero veo que estás obligada a regresar a Jerusalén por el camino por donde viniste. Unos cuantos pasos y te encuentras ante la cruz sobre la cual Jesús ha sufrido tanto y ha muerto, y Tú corres, la abrazas, y viéndola teñida de sangre, uno por uno se renuevan en tu corazón los dolores que Jesús ha sufrido sobre ella, y no pudiendo contener el dolor, sollozando exclamas:

“¡Oh! cruz, ¿tan cruel debías ser con mi Hijo? ¡Ah, en nada los has perdonado! ¿Qué mal te había hecho? No me has permitido a Mí, su dolorosa Mamá, darle ni siquiera un sorbo de agua cuando la pedía, y a su boca abrasada le has dado hiel y vinagre; mi corazón traspasado me lo sentía licuar y habría querido dar a aquellos labios mi licuado corazón para quitarle la sed, pero tuve el dolor de verme rechazada. Oh cruz cruel, sí, pero santa, porque has sido divinizada y santificada por el contacto de mi Hijo. Aquella crueldad que usaste con Él, cámbiala en compasión hacia los miserables mortales, y por las penas que Él ha sufrido sobre ti, obtén gracia y fuerza a las almas sufrientes, para que ninguna se pierda por causa de tribulaciones y cruces. Demasiado me cuestan las almas, me cuestan la Vida de un Hijo Dios; y Yo, como Corredentora y Madre las confío a ti, oh cruz.”

Y besándola y volviéndola a besar te alejas. Pobre Mamá, cuánto te compadezco, a cada paso y encuentro surgen nuevos dolores, que haciendo más grande su inmensidad y volviéndose más amargas sus oleadas, te inundan, te ahogan, y a cada instante te sientes morir.

Otros pasos más y llegas al punto donde esta mañana lo encontraste bajo el peso enorme de la cruz, agotado, chorreando sangre, con un manojo de espinas en la cabeza, las cuales, golpeando en la cruz penetraban más adentro y en cada golpe le daban dolores de muerte. La mirada de Jesús, cruzándose con la tuya buscaba piedad, y los soldados para quitar este alivio a Jesús y a Ti, lo empujaron y lo hicieron caer, haciéndole derramar nueva sangre; ahora Tú ves el terreno empapado con ella, y arrojándote a tierra te oigo decir mientras besas aquella sangre: “Ángeles míos, venid a hacer guardia a esta sangre, a fin de que ninguna gota sea pisoteada y profanada.”

Mamá doliente, déjame que te de la mano para levantarte y sostenerte, porque te veo agonizar sobre la sangre de Jesús. Pero nuevos dolores encuentras conforme caminas, por todas partes ves huellas de sangre y recuerdos del dolor de Jesús. Por eso apresuras el paso y te encierras en el cenáculo. También yo me encierro en el cenáculo, pero mi cenáculo es el corazón santísimo de Jesús; y de dentro de su corazón quiero venir sobre tus rodillas maternas para hacerte compañía en esta hora de amarga desolación. No resiste mi corazón dejarte sola en tanto dolor. Desolada Mamá, mira a la pequeña hija tuya, soy demasiado pequeña, y por mi sola ni puedo ni quiero vivir; ponme sobre tus rodillas y estréchame entre tus brazos maternos, hazme de Mamá, tengo necesidad de guía, de ayuda, de sostén, mira mi pobreza y sobre mis llagas derrama una lágrima tuya, y cuando me veas distraída estréchame a tu corazón materno, y vuelve a llamar en mí la Vida de Jesús. Pero mientras te ruego me veo obligada a detenerme para poner atención a tus acerbos dolores, y me siento traspasar al ver que conforme mueves la cabeza sientes que te penetran más adentro las espinas que has tomado de Jesús, con los pinchazos de todos nuestros pecados de pensamiento, que penetrándote hasta en los ojos te hacen derramar lágrimas mezcladas con sangre, y mientras lloras, teniendo en tus ojos la vista de Jesús pasan ante tu vista todas las ofensas de las criaturas. Cómo quedas amargada por esto, cómo comprendes lo que Jesús ha sufrido, teniendo en Ti sus mismas penas. Pero un dolor no espera al otro, y poniendo atención en tus oídos te sientes aturdir por el eco de las voces de las criaturas, y según cada especie de voces ofensivas de criaturas, penetrando por los oídos al corazón, te lo traspasan, y repites el estribillo: “¡Hijo, cuánto has sufrido!”

Desolada Mamá, cuánto te compadezco, permíteme que te limpie el rostro bañado en lágrimas y sangre, pero me siento retroceder al verlo amoratado, irreconocible y pálido, con una palidez mortal, ah, comprendo, son los malos tratos dados a Jesús que has tomado sobre Ti y que te hacen tanto sufrir, tanto, que moviendo tus labios para rezar o para dejar escapar suspiros de tu inflamado pecho, siento tu aliento amargo y tus labios quemados por la sed de Jesús.

Pobre Mamá mía, cuánto te compadezco, tus dolores van creciendo siempre más, y parece que se den la mano entre ellos, y tomando tus manos en las mías, las veo traspasadas por clavos, y es en estas mismas manos que sientes el dolor al ver los homicidios, las traiciones, los sacrilegios y todas las obras malas, que repiten los golpes, agrandando las llagas y exacerbándolas cada vez más. Cuánto te compadezco, Tú eres la verdadera Mamá crucificada, tanto, que ni siquiera los pies quedan sin clavos; es más, no sólo te los sientes clavar, sino también arrancar por tantos pasos inicuos y por las almas que se van al infierno, y Tú corres a su lado a fin de que no caigan en las llamas infernales, pero aún no es todo, crucificada Mamá, todas tus penas, reuniéndose juntas, hacen eco en el corazón y te lo traspasan, no con siete espadas sino con miles y miles de espadas; mucho más que teniendo en Ti el corazón divino de Jesús, que contiene todos los corazones y envuelve en su latido a los latidos de todos, y ese latido divino conforme late así va diciendo: “Almas, Amor.” Y Tú, al latido que dice almas, te sientes correr en tus latidos todos los pecados y te sientes dar muerte, y en el latido que dice amor, te sientes dar vida; así que Tú estás en continua actitud de muerte y de vida. Mamá crucificada, cuanto compadezco tus dolores, son inenarrables; quisiera cambiar mi ser en lenguas, en voz, para compadecerte, pero ante tantos dolores son nada mis compadecimientos; por eso llamo a los ángeles, a la Trinidad Sacrosanta, y les ruego que pongan en torno a Ti sus armonías, sus contentos, su belleza, para endulzar y compadecer tus intensos dolores, que te sostengan entre sus brazos y que te cambien en amor todas tus penas.

Y ahora desolada Mamá, un gracias a nombre de todos por todo lo que has sufrido, y te ruego por esta tu amarga desolación, que me vengas a asistir en el punto de mi muerte, cuando mi pobre alma se encuentre sola, abandonada por todos, en medio de mil angustias y temores; ven Tú entonces a devolverme la compañía que tantas veces te he hecho en mi vida, ven a asistirme, ponte a mi lado y ahuyenta al enemigo, lava mi alma con tus lágrimas, cúbreme con la sangre de Jesús, vísteme con sus méritos, embelléceme con tus dolores y con todas las penas y las obras de Jesús; y en virtud de las penas de Jesús y de tus dolores, haz desaparecer todos mis pecados, dándome el total perdón, y expirando mi alma recíbeme entre tus brazos, ponme bajo tu manto, escóndeme de la mirada del enemigo y llévame al Cielo y ponme en los brazos de Jesús. ¡Quedamos en esto, amada Mamá mía!

Y ahora te ruego que des a todos los moribundos la compañía que te he hecho hoy, a todos hazles de Mamá, son momentos extremos y se necesitan grandes ayudas, por eso no niegues a ninguno tu oficio materno. Una última palabra: “Mientras te dejo, te ruego que me encierres en el corazón santísimo de Jesús, y Tú doliente Mamá mía, hazme de centinela a fin de que Jesús no me ponga fuera de su corazón, y que yo, aunque lo quisiera, no me pueda salir. Por eso te beso tu mano materna y bendíceme.


AMEN

LAS HORAS DE LA PASIÓN.
LUISA PICARRETA

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