lunes, 28 de mayo de 2018

La Virgen María en el Reino de la Divina Voluntad. VIGESIMA OCTAVA MEDITACION

ORACION A LA REINA DEL CIELO 
ANTES DE CADA MEDITACION 



Reina Inmaculada, Celestial Madre mía, yo vengo a tus rodillas maternas para abandonarme como tu querida hija entre tus brazos y pedirte con los suspiros más ardientes la máxima Gracia que Tú puedes concederme: Mamá Santa, Tú, que eres la Reina del Reino de la Divina Voluntad, admíteme a vivir en El como hija tuya, y haz que este Reino ya no esté de ahora en adelante desierto, sino muy poblado de hijos tuyos. Soberana Reina, a Ti me confío a fin de que Tú guíes mis pasos en este santo Reino. Teniéndome tomada con tu mano materna haz que todo mi ser viva vida perenne en la Divina Voluntad. Tú serás mi Mamá y yo te entregaré mi voluntad a fin de que Tú la cambies por la Voluntad Divina. Te pido que ilumines mi mente y me asistas para que yo pueda comprender bien qué cosa es y qué cosa significa vivir en la Santa Voluntad de Dios.



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VIGÉSIMA OCTAVA MEDITACIÓN 

La Reina del Cielo en el Reino de la Divina Voluntad. 


El Limbo. La espera. La victoria sobre la muerte. La Resurrección. 






EL ALMA A SU MAMA REINA: 

Mamá traspasada por el dolor, sabiéndote privada del amado bien Jesús quiero estrecharme a Ti para hacerte compañía en tu amarguísima desolación. ¡Sin Jesús todo se cambia en dolor! El recuerdo de sus desgarradoras penas, del dulce acento de su voz, que aún resuena en tus oídos, de su fascinante mirada, ahora dulce, ahora majestuosa, ahora llena de lágrimas... son espadas cortantes que traspasan de lado a lado tu afligido Corazón. Desolada Mamá, tu querida hija quiere darte consuelo y compadecerte por cada una de tus penas; quiere ser Jesús mismo para poder ofrecerte todo el amor, todos los consuelos, los alivios que te hubiera dado El en este estado de amarga desolación. El dulce Jesús me ha entregado a Ti como hija, ponme, por tanto, en su lugar en tu Corazón Materno y yo te secaré las lágrimas, te haré siempre compañía y seré toda tuya.


 LECCION DE LA MADRE DESOLADA: 

Queridísima hija: te agradezco tu compañía, pero si quieres que sea para Mí dulce y sea portadora de consuelo a mi herido Corazón es necesario que Yo encuentre la Divina Voluntad dominante y reinante en ti, entonces... te cambiaré por mi Hijo Jesús, porque con su Voluntad obrante en ti, Yo encontraré a Jesús en tu corazón. ¡Oh, cómo seré feliz al poseer en ti el primer fruto de sus penas y de su muerte y cuánto gozaré al encontrar en mi hija al amado Jesús! Sólo así mis penas se cambiarán en gozos y mis dolores en conquistas. 

Ahora escucha, hija de mis dolores: en cuanto mi dulce Jesús expiró bajó al Limbo como triunfador y portador de gloria y de felicidad a aquella prisión, en la que se encontraban con el primer padre Adán, todos los patriarcas, los profetas, mis santos padres, el querido San José, y todos los que se habían salvado mediante la fe en el futuro Redentor. 

Yo era inseparable de mi Jesús y por tanto ni siquiera la muerte me podía privar de El, y si bien estaba Yo sumergida en el océano de mis dolores, lo seguí al Limbo y ahí fui espectadora de la fiesta y de los agradecimientos que toda aquella muchedumbre de almas prodigó a mi Hijo, que había ido a ellos para hacerlos bienaventurados y llevarlos con El a la gloria celestial! 

Como ves, en cuanto murió, inmediatamente tuvieron principio sus conquistas. Lo mismo sucede, querida hija, a la criatura humana: desde el mismo instante en el cual ella hace morir su propia voluntad y acoge en su lugar a la Divina comienzan para ella las conquistas en el orden divino, la gloria y el gozo aún en medio de los más grandes dolores. 

Entre tanto, si bien los ojos de mi alma siguieron siempre a mi Hijo y nunca lo perdieron de vista durante los tres días que permaneció en el sepulcro, Yo tenía tales ansias de verlo resucitado que continuamente repetía en la hoguera de mi amor: “¡Resucita, Gloria mía; resucita, Gloria mía...!” Mis suspiros eran de fuego, mis deseos eran tan ardientes que me sentía consumir. Finalmente vi a mi querido Hijo llegarse en triunfo al sepulcro acompañado de la innumerable muchedumbre de las almas liberadas del Limbo. 

Era el alba del tercer día, y así como toda la naturaleza había llorado por su muerte, así también gozaba ahora por su inminente Resurrección. ¡Oh, maravilla! Antes de salir de la tumba Jesús mostró a aquella multitud de almas su Santísima Humanidad sangrante, toda llagada y desfigurada, tal como había quedado por amor a ellos y a todo el género humano. ¡Cómo quedaron admiradas y conmovidas aquellas almas santas contemplando los suplicios y los tormentos inflingidos a ese Cuerpo Divino, sus excesos de amor y el gran portento de la Redención! 

Hija mía, cómo me habría gustado que tú hubieras estado Conmigo en el momento de la Resurrección de mi Divino Hijo. El era todo Majestad, de su Divinidad brotaban mares de Luz y de belleza encantadores, capaces de llenar Cielo y tierra. 

Haciendo uso de Su propia Potencia ordenó a su muerta Humanidad que acogiera nuevamente a su Alma y que resucitara gloriosa a vida inmortal. ¡Qué acto tan solemne! Mi querido Jesús triunfaba sobre la muerte diciéndole: “Muerte, de ahora en adelante tú no serás ya más muerte, sino que serás vida!” Así, con este acto de sobrehumano imperio El confirmaba su Divinidad, su doctrina, sus milagros, la vida de los Sacramentos y la de toda la Iglesia! 

El, además, triunfaba también sobre las voluntades humanas debilitadas y casi muertas en el verdadero bien, para hacer surgir en ellas la Vida del Querer Divino que habría traído a las criaturas la plenitud de la santidad y de todos los bienes. 

El, en virtud de su Resurrección, ponía en nuestros cuerpos el germen de la futura inmortalidad y de la gloria imperecedera. Querida hija, la Resurrección de mi Hijo es la coronación de todas sus obras y es el acto más solemne que El haya realizado por amor a la criatura. 

Ahora escúchame porque quiero hablarte como Madre amantísima, quiero decirte qué cosa significa hacer la Voluntad de Dios y vivir en Ella, y el ejemplo te lo damos mi Hijo y Yo. Es verdad que nuestra vida fue llena de penas y de humillaciones, pero como en Nosotros corría la Divina Voluntad nos sentíamos ser en tal forma triunfadores y conquistadores de poder cambiar en vida a la misma muerte. Conociendo el bien que se habría derivado, voluntariamente nos ofrecíamos a sufrir e invocábamos el sufrimiento como medio poderoso e infalible de alimento y de triunfo de la Redención para el mundo entero. 

Querida hija, si tu existencia y tus penas tienen por centro de vida a la Divina Voluntad está segura de que el dulce Jesús se servirá de ti y de tus dolores para dar ayuda, luz y gracias a todo el mundo. Por eso, ¡ten valor! La Divina Voluntad sabe hacer cosas grandes donde reina. En todas las circunstancias mírate en el espejo que somos Jesús y Yo y camina hacia delante. 


EL ALMA: 

Mamá santa, si Tú me ayudas y me defiendes bajo tu manto yo estoy cierta de convertir en Voluntad Divina todas mis aflicciones y de seguirte paso a paso en los caminos interminables del FIAT Supremo. Entonces tu amor fascinante de Madre y tu Potencia vencerán mi voluntad, y teniéndola en tu Poder, Tú la cambiarás por la Divina. Por ésto, Mamá mía, a Ti me confío y en tus brazos me abandono. 



PRACTICA: 

Para honrarme me ofrecerás mis mismos dolores para que tú puedas cumplir siempre la Divina Voluntad. 



JACULATORIA: 

Mamá mía, por la Resurrección de tu Hijo hazme resurgir en la Voluntad de Dios.

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